Soy de Zaragoza (La mudanza imposible)

Dentro de un par de semanas me entregan el premio Cervantes Chico en Alcalá de Henares. Ando preparando el discurso. Lo primero que digo es que soy de Zaragoza. Lo segundo sería aclarar que no nací en 1970, sino más tarde. Mi hermano mayor nació en el 71. Yo no diré cuándo. Nunca digo cuándo, aunque muchos en Zaragoza lo saben y a nadie (solo a mí) le importa.

Como nunca doy el dato, alguien se lo inventó. «Begoña Oro (Zaragoza, 1970)», pusieron en la nota de prensa que anunciaba el premio. A menudo las cosas importantes van entre paréntesis.

Pero lo de que nací en Zaragoza es verdad, como cuento en cuanto se tercia. Allí nací, crecí y viví.

Lo que no cuento (porque de eso me avergüenzo) es todas las veces que hui.

Mi primer intento de abandonar Zaragoza fue un fracaso. Hubo cónclave familiar. A mi padre le habían ofrecido una plaza en la universidad de Santander. ¿Quién votaba a favor de mudarnos a Santander? La única mano que se alzó fue la de aquella niña a la que llevaban del Parque Roma a la calle Batalla de Clavijo para entrar al colegio; por la tarde, al Huevo a gimnasia y ballet; los miércoles y viernes, al conservatorio a la calle San Miguel, y al Club de Tenis los sábados; eso, si no estaba temiendo despeñarse por Monrepós, camino de Astún. No me refiero a la mano de mi hermana, que hacía prácticamente lo mismo, pero que es tan valiente que aún hoy sigue en Zaragoza. La mano desertora fue la mía. No me hicieron ni caso, claro.

Cuando estuvo verdaderamente en mi mano irme, me fui. Y volví. Y hui otra vez… La nuestra siempre ha sido una relación atormentada. Ni contigo, ni sin ti…

Desde mi segundo exilio, escribí a Zaragoza esta carta:

«Yo intenté quererte, te lo juro.

Primero porque parecía casi obligado. Claro que quizá ese no sea el mejor modo de empezar un amor. Dichosos los que eligen a quién querer.

Te dedicaba dibujos y poemas malos. Me obligaban. Y a mí me gustaba obedecer.

Sí, supongo que te quise.

Quizás fue mi culpa. Quizá no intenté conocerte a fondo. Lo sé por quienes te quieren mejor que yo. Eres mejor de lo que pareces. Pero yo no te recorrí por entero, perdona.

Cuando me fui, no fue por ti. Pero el caso es que me alejé. Y todo, lejos de ti, era más divertido, más libre, y había agua y sal y risas y el viento no me arrancaba lágrimas y la única niebla aparecía en mis gafas cuando entraba en el Luz de Gas y aquel otro sol se podía soportar tumbada en una azotea, y me ponía morena y fui una versión mejor de mí de la que era a tu lado. No dudo que, si fui más feliz lejos, fue también, fue sobre todo porque yo era joven y corría tanto que más bien volaba, y porque de vez en cuando volvía a ti.

Cuando quise formar una familia, pensé que podría volver y quedarme para siempre a tu lado. «¿Dónde iba a estar mejor?» fue una pregunta retórica. Si hubiera intentado responderla seriamente, quizá habría acabado a cientos de kilómetros. Pero no lo hice. Lo di por hecho, y volví a ti. Y entonces me metí en una jaula que ni siquiera era de oro, una jaula herrumbrosa, con la fealdad de las cosas que se pretendieron modernas y quedaron antiguas, con el cuenquito del agua siempre vacío, con un comedero con cuatro granos de alpiste mezclados con restos resecos de excrementos. Y allí languidecí unos años. ¿No me oías cuando piaba? ¿No escuchabas cómo pedía un poco de agua o una caricia o algo? Desesperada, un día volé, volé a un lugar donde el clima me parece bueno, comparado con el tuyo. Volé a un lugar que es un calco exacto del dibujo que de niña hacía cuando me pedían que dibujara una casa. Casas con tejado a dos aguas, con chimenea, con un caminito de entrada rodeado de verde, mucho verde, y colinas suaves verdes, muy verdes, pintadas detrás de la casa, y árboles verdes, grandes, desesforzados…

No creas que te echo de menos. Y esto, este desapego, me hace a mí peor que a ti. Pero me hace libre.

Llevo mucho tiempo acariciando una idea y hoy he tomado la decisión: voy a vender el piso.

No eres tú, Zaragoza, no eres tú; soy yo.

Yo te quiero, claro, cómo no voy a quererte (y prefiero que esta sea también una pregunta retórica).

Pero adiós, Zaragoza. Todo sea que en unos años acabe protagonizando el ‘Tú volverás’.»

Todo esto escribí hace siete años. Aquel lugar verde, muy verde, era Irlanda. El ‘Tú volverás’ al que me refería es esa canción-maldición pasiva agresiva de Sergio y Estíbaliz. «Volverás». ¿Volveré? Dijo el poeta Félix Grande: «Donde fuiste feliz alguna vez / no debieras volver jamás». No sé si algún poeta se ha pronunciado sobre el caso opuesto.

Escucho «Tú volverás» mientras escribo estas líneas. Me desgañito cantando: «Sé que abandonaste tus olivos, tu familia y amigos por triunfar, pero no te importe si alguien piensa que has jugado y perdido. Vuelve ya». Y pienso: «Pero si me han dado el premio Cervantes Chico. Podría hasta volver chuleándome». Y sigo cantando: «Volverás ahora que el tren se detiene, que ya ha nevado en tus sienes». Y mira, eso sí. Empiezo a tener canas. ¿Será esa la señal de que debo volver a Zaragoza? De momento, pido periódicamente a mi peluquera que tape semejante recordatorio. Con mi amor a Zaragoza hago igual; le pongo el tinte del desapego porque me cuesta verme en el espejo como soy. Y, ya lo he dicho, soy de Zaragoza. Pero es que es mejor así, Zaragoza. Tú y yo nos queremos mejor a distancia. Sé que es una discapacidad mía. Conozco gente exigente, viajada y sibarita que es plenamente feliz a tu lado, que es feliz por ti. Yo...

No, de Dublín no volví a Zaragoza. No tuve valor. Para mí, Zaragoza es Esparta. Hace falta ser muy fuerte para vivir en esa ciudad donde se adora, inseparable de la virgen, la solidez de una columna y donde el mayor halago que se puede esperar es «flojico». Habitan Zaragoza Sansones y Agustinas, y algún espíritu delicado como Ana Alcolea o Antón Castro, que, la verdad, no sé cómo lo resisten. Admiro a todos quienes recorren sus calles a diario, empezando por mis padres, que son ese tipo de gente que solo acudiría a Urgencias si estuviera desangrándose. Yo no soy así.

Vendí el piso de Zaragoza. Estaba en el Parque Roma. De Dublín me mudé a Madrid. De Madrid me he ido a un pueblo de La Sierra, la sierra de Madrid, se entiende, que aquí se creen que la única sierra es la suya. Vivo exactamente a 365 kilómetros de distancia de Zaragoza, diríase un año luz.

Desde ahí, vuelvo a Zaragoza y no sé ni abrazarla. Vuelvo poco rato para no echarla de más. Y leo emocionada sobre ella en ‘Ropa de casa’. Pero, ay, tampoco Ignacio Martínez de Pisón ha vuelto más que de visita.

Como yo. Vuelvo de vez en cuando a ver a mi familia. Me pongo compromisos laborales en Zaragoza para tener la excusa de visitarla. Voy y vengo a toda velocidad, en un AVE, precisamente en un ave, para no quedarme atrapada en aquel lugar que fue jaula.

Y regreso a mi casa, a Madrid, a La Sierra.

Me gustan esta vida, esta casa, estos árboles y vecinos que me acompañan. Pero…

No sabía cuando vine a vivir aquí que muchos días sopla un viento furibundo, un viento que rompe ramas, que hace volar sacas, un viento que no tiene ni nombre. Para mí que es un cierzo somarda que viene a recordarme que no es tan fácil irte de Zaragoza.

Y no solo es el viento. Todas las canciones hablan de Zaragoza. El otro día nos reíamos mi hijo y yo escuchando a Bad Bunny cantar: «Yo puedo mudarme de PR, pero PR de mi alma nunca se podrá mudar». Se creerá el boricua que todo el mundo va a descifrar ese PR como Puerto Rico. Pero, a nuestros oídos, PR, nuestro PR, es Parque Roma (Zaragoza), el sitio de donde puedo mudarme, pero del que mi alma nunca se podrá mudar. Termina la canción diciendo: «Nadie sabe lo que va a pasar mañana». Y es verdad. De momento, sé que seguiré intentando ocultar mi año de nacimiento, pero, como que me llamo Begoña Oro que en mi discurso del premio Cervantes Chico proclamaré orgullosa que soy de Zaragoza. Y eso, por suerte, no hay empresa de mudanza que lo pueda cambiar.

Este texto apareció publicado en Heraldo de Aragón el 12 de octubre de 2024. A mi padre no le gustó.

En la foto: niña que quiere irse a Santander intentando fuertemente ser buena, en el Parque Roma de Zaragoza.

12 de octubre de 2024

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